Al Gobernador de Chile Brigadier Antonio Guill y Gonzaga le
correspondió el 26 de agosto de 1767, dar cumplimiento al
decreto de expulsión de la Compañía de Jesús del territorio,
luego de 174 años de permanencia de los jesuitas en el país.
Difícil decisión para el gobernador, pues a la fecha
desempeñaba además, el cargo de administrador de la
congregación.

Esta medida se debió en parte al gran movimiento liberal y
anticatólico que se desarrolló en Europa, dirigido por
algunos escritores como Rousseau, Voltaire y otros y con cuya
propaganda se contagiaron los reyes y sus ministros.

A la Congregación la señalaban como la más poderosa barrera
opuestas a las libertades públicas, tanto por su sólida
organización, como por sus grandes riquezas, su dogma de
ciega obediencia a sus superiores jerárquicos y su gran
intelectualidad; pero principalmente a su deseo de apoderarse
de las riquezas, que le correspondían a la realeza.

De esta manera, el decreto fue firmado en febrero de ese año
por el Rey Carlos III, de España, el cual incluía la
expulsión de España y todos sus dominios coloniales. Este
mandato sólo aludía vagamente a causas «urgentes, justas y
necesarias que reservo en mi real ánimo».

Los 380 jesuitas de Chile no pusieron resistencia y en su
mayoría fueron enviados en diversas embarcaciones a Cádiz,
España. El viaje del exilio fue una odisea que duró más de un
año. Pero a los pocos meses de llegados a España, los
jesuitas chilenos debieron acomodarse lejos del Reino, porque
las Iglesias y conventos de la Compañía estaban repletos con
otros exiliados. Entonces la delegación chilena decidió
viajar a Italia y se instaló en Imola.

De entre los jesuitas expulsados se encontraba Juan Ignacio
Molina, chileno de nacimiento, que durante su exilio en
Italia escribió la mejor “Historia de Chile”, escrita hasta
entonces.

Los jesuitas habían llegado a establecerse a Chile en 1593,
por orden del Rey Felipe II de España. La primera expedición
estuvo compuesta por cinco padres: Baltazar de Piña como
superior; Luis de Estrella; Luis de Valdivia; Hernando de
Aguilera y Gabriel de la Vega, siendo los dos últimos
chilenos.

Desde su fundación la Compañía de Jesús, mostró una notable
flexibilidad que, lejos de debilitarla, robusteció su rumbo y
a pesar de ser la realidad de Chile totalmente distinta a la
europea, supo acomodar a ella sus actividades imprimiéndoles
el sello de su propia idiosincrasia espiritual y temporal.

La Compañía de un comienzo aspiró a dirigir o influir en el
gobierno civil, por lo que con tacto, prudencia y cautela
rehuyeron la intromisión directa en los asuntos públicos,
pero acompañaron siempre al gobernador en las expediciones de
guerra, haciendo pesar sus conocimientos e influencia, si
dejándole la responsabilidad de la actuación.

Para desarrollar su acción religiosa y cultural la Compañía
contó con sus propios recursos económicos sobre la base de
cuantiosas donaciones que le permitieron acumular una gran
riqueza. Según su visión del mundo, «la tierra es un don dado
por Dios a los hombres y es un deber cristiano hacerla
fructificar con el trabajo».

Las tierras y propiedades fueron dirigidas con admirable
espíritu de progreso, gran sentido práctico y superior
capacidad administrativa. Hicieron traer de Europa
maquinarias y herramientas, dando a cada estancia la
explotación que correspondía a la naturaleza del suelo. Las
tres grandes ramas de explotación fueron: la ganadería, las
siembras y las viñas. En la actividad fabril y manufacturera
apenas quedó industria que no explotaran.

Solo siete años después de su llegada en 1600, por escritura
pública, otorgaron los jesuitas lo que podría llamarse el
primer «Contrato de Trabajo» chileno, donde se comprometían a
respetar condiciones mínimas de remuneración para sus propios
indígenas de servicios.

Ellas incluían el salario familiar, la jubilación por edad a
los 50 años, una pensión a la viuda en caso de fallecimiento
del esposo, una jornada laboral limitada, auxilio médico,
enseñanza gratuita, entre otras. Naturalmente, estas últimas
medidas no parecían muy compatibles con el hecho de poseer
los jesuitas una notable cantidad de esclavos negros, pero
esta contradicción moral era común en la época.

Con igual intensidad y energía se dedicaron al servicio
religioso, al culto, a la confesión y a la enseñanza. En 1596
los Jesuitas abrieron su primera Escuela de Gramática y
segunda en el país. Posteriormente, fundaron un internado
para jóvenes aristócratas: el Convictorio de San Francisco
Javier.

Debido a la necesidad de convertir a los indígenas a la fe
católica, se abrió en Penco un curso de lengua araucana, pero
no duró por la escasez de alumnos. Pero en 1967 fundaron una
escuela para que éstos aprendieran castellano, tal fue el
Colegio de Naturales de Chillán. Para la educación superior
fundaron El Colegio Máximo San Miguel en Santiago y la
Universidad Pencopolitana en Concepción.

Hacia 1650, medio siglo después de su llegada, casi la mitad
de los casi 114 miembros de la orden eran personas nacidas y
educadas en Chile, por lo tanto llevaron apellidos criollos
como: Fuenzalida, Gómez, Molina, etc. La influencia de los
jesuitas penetró en todos los sectores sociales, desde los
esclavos negros hasta la aristocracia.

La Congregación llegó a ser dueña de 59 fundos en Chile y de
mil 300 esclavos negros, formando una potencia productora
superior a cuantas se conocían en el país. Adicionalmente,
impartió instrucción en sus 11 colegios o conventos,
influyendo enormemente en el comercio e industrias chilenas.

Así, en el siglo XVIII, al ser expulsados, la Compañía de
Jesús constituía un poder religioso, económico, docente,
social y político que superaba todas las fuerzas espirituales
del país unidas, exceptuando el poder “real”.

Por somosfutrono

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